
DE LA IMAGEN QUE SE TE ACABA DE MOSTRAR REALIZA UNA DESCRIPCIÓN COHERENTE, CLARA Y CONCISA.
DEJA TU DESRIPCION EN EL BLOG O IMPRIMELA Y PRESENTALA EL DOMINGO.
Desde hace años vengo sosteniendo que la identificación de caza con morral es una aberración. Semejante error de enfoque ha echado sobre los cazadores a grupos de personas y amigos de la Naturaleza que consideran esta actitud un atentado contra ella (...) Aquel cazador para quien el morral prevalece sobre la Naturaleza no es un buen modelo de cazador. Esta afirmación viene a coincidir con otras ideas vertidas por mí en diferentes papeles, según las cuales el placer cinegético no deriva del número de animales abatidos, sino de la manera de hacerlo. Una perdiz derribada con temple y dominio, dejándola que cumpla, puede ser suficiente para justificar una cacería e incluso representar una satisfacción superior a la que pueden procurar media docena cobradas sin la menor dificultad. Creo que, por este camino, los cazadores podrían aproximarse a los grupos ecologistas (...) Ya es un buen punto de partida este de no basar el objeto de la caza en el cuánto sino en el cómo, aunque podrán añadirse otros como los de evitar los excesos cruentos, el ensañamiento, las grandes mortandades, la utilización de la técnica de la caza o la explotación de los instintos y necesidades de las piezas para prenderlas. En una palabra, creo que, a solas, en el campo, el cazador debe guiarse por unos principios morales basados en la consideración hacia los animales que caza. Y estos principios y esta moral deben inducirle a respetar no sólo los cupos de capturas ( ¡ cuántos excesos se han cometido en nuestros ríos con la trucha, hoy en alarmante regresión!), sino a enfundar la escopeta cuando la caza se encuentre en dificultades. Pero si, en lugar de hacer esto, se apresura a llenar la canana de cartuchos para aprovecharse de la ventaja, habrá que convenir, con los ecologistas, que el cazador no es precisamente un amigo de la Naturaleza. Miguel Delibes |
Los espejos también se comportan como las personas: unos nos quieren, otros nos odian, otros simplemente nos ignoran. Todos tenemos al menos un espejo que es nuestro amigo íntimo. Cuando entro por las mañanas en el baño veo en la repisa del lavabo frascos de cremas y colonias con nombres de dioses. En medio de este Olimpo cosmético y envasado me afeito contemplando mi rostro en un espejo muy amigo que se porta bien conmigo: hace que me acostumbre lentamente a la crueldad del tiempo. Por eso le amo. Lo elegí entre otros muchos. Este espejo no sólo devuelve mejorada mi imagen: también busca el residuo de viejos ideales que haya podido quedar en mi interior para rejuvenecer con ellos mi cara. Pero caminando por la calle a lo largo de los escaparates uno se vuelve a crear a sí mismo. De pronto en la luna de una mercería te enfrentas con ese desconocido que tú eres. Le miras de reojo y ves que su silueta aún es aceptable; en el siguiente escaparate lo descubres como un ser derrotado, en otro percibes por primera vez que ya camina como un viejo, en otro él se esfuerza por pasar con la tripa metida, en otro yergue la espalda para simular que es un ciudadano jovial. Las distintas imágenes que a uno le devuelven esos cristales pueden ser amables, indiferentes o desoladas. Por fin concluyes que la vida no es sino ir reflejando tu figura en el escaparate de los demás como una mercancía que con el tiempo va generando menos interés en ser adquirida hasta que un día te encuentras formando parte de una rebaja de grandes almacenes. Pero existen otros espejos que son enemigos declarados. De pronto al entrar en un probador te sientes acuchillado por la espalda. Son innumerables los crímenes que los espejos de los probadores han cometido. Algunas personas se han salvado huyendo de allí en calzoncillos, aunque son muchas más las que han perecido con el ego destrozado dentro de esos cubículos de las tiendas de ropa entre lunas que no cesan de dar cuchilladas desde los cuatro ángulos. Manuel Vicent: "Espejos", El País, 23 de enero de 2000. |